Esencia

por Jose María Carrasco

Esto es un artículo de «opinión». Recordamos que los artículos de «opinión» y, hasta cierta medida, los de «información», manifiestan nada más EL PARECER PERSONAL Y LAS REFLEXIONES DE QUIEN LOS FIRMA, y ni mucho menos intentan pontificar ni sentar cátedra sobre ninguna materia en absoluto. No tienen por qué reflejar los pensamientos o criterios del resto de los instructores de la Asociación o de la propia Asociación en sí, sino exclusivamente los de su autor.

«El mejor arte marcial», «el sistema más eficaz», «la más devastadora defensa personal»… ¿Os suena? Seguro que sí: forma parte de la grandilocuente verborrea publicitaria con la que, invariablemente, se nos intentan «vender» casi todas las artes marciales o deportes de contacto por parte de distintos gimnasios e instructores. Sin embargo, salvo honrosas excepciones (que las hay, por supuesto), creo que tantas frases ampulosas y rimbombantes únicamente son un triste ejemplo de lo que tan bien expresa aquel antiguo refrán: dime de qué presumes, y te diré de qué careces. Y es que, curiosamente, suele darse una regla de tres inversa entre la teoría que destilan estos asertos y la demostración empírica de los mismos: a más altisonante la afirmación, menos posibilidades de que quien la sostiene refrende en la práctica su veracidad. Cada vez que alguien proclama a los cuatro vientos la «superioridad» de su sistema sobre cualquier otro y se le invita amablemente, de forma completamente amistosa y sin siquiera un atisbo de mala fe, a demostrarlo compartiendo un entrenamiento con sujetos que practican estilos «netamente inferiores», se deshace en excusas, evasivas y pretextos de toda laya: que si es que me viene mal, que si no tengo que demostrar nada a nadie, que si os puedo hacer mucho daño, que si mi sistema prohíbe tajantemente mezclarse con gente de otros sistemas, que si… que si… que si… Que si la abuela fuma costo y se traga el humo, vamos. Eso cuando se arguye algo, que muchos se limitan a mirar a otro lado y dar la callada por respuesta, «pasando olímpicamente» de estas invitaciones como si ni siquiera las oyesen… cuando, en muchos casos, es evidente que sí las han oído. ¡Vaya si las han oído! Pero claro, una cosa es «oír»… y otra muy distinta «escuchar», lo que, por ende, obligaría a darse por aludido, cosa que estos «letales tragahombres» no suelen hacer jamás. Cuando uno se ha ufanado de más de lo que en realidad puede, conviene hacer un discreto mutis por el foro antes de que los hechos dejen en evidencia la escasa base sobre la que se sustentan ciertas afirmaciones… y termine quedando patente que no se es más que, en el mejor de los casos, un vendedor de humo. En el peor, utilícese el calificativo que a cada cual más le satisfaga: timador, embaucador, trapacero, engañabobos, sinvergüenza, estafador…

Como ya expuse en su momento, en mi opinión, un «arte marcial» que se precie de tal debería ser capaz de probar de manera fehaciente la validez de sus planteamientos a la hora de abordar el enfrentamiento con otro u otros seres humanos, lo cual, al fin y a la postre, se supone que es su razón de existencia. Sin embargo, hoy día, se dan cada vez más casos de instructores y disciplinas, casi todas ellas de nuevo cuño, que rehúyen sin tapujo alguno cualquier conato de enfrentamiento, ni siquiera entre alumnos de una misma clase: los compañeros son siempre sumamente colaboradores y dóciles, quedándose quietos y dejándose hacer todo lo que su partner desee en ese momento con una pasividad inaudita y una ingenua resignación tan pasmosa como angelical. «¿Practicar combate? ¿Qué dices, estás loco? ¡Quita, quita, que eso duele! Además, ya sabes que nosotros entrenamos técnicas mortales de necesidad, y no vamos por tanto a correr el riesgo de que pueda ocurrir un accidente, ¿verdad?». Apuesto a que a muchos también les resultan familiares estas o parecidas argumentaciones para no probar, en condiciones algo más hostiles y menos idílicas, lo que se afirma es «infalible y devastador». Y es que claro, en seco todo el mundo nada muy bien… pero tarde o temprano hay que arrojarse al agua para saber si, en realidad, somos capaces de permanecer y desplazarnos en la superficie del líquido elemento o nos vamos a pique cual pez de plomo. Si me están vendiendo un método de natación como la panacea capaz de permitirme enfrentarme incluso a un mar embravecido y, a la mínima ocasión en que me meto en una piscina con dos palmos de agua, no puedo evitar tragar más champán de ranas que un sumidero… cabe suponer de manera fundada que «algo» está fallando. La mejor forma que los antes citados «vendedores de humo» poseen de soslayar tan peliagudo trance es, precisamente, no permitir que sus alumnos se acerquen siquiera donde haya un charco… y, ni que decir tiene, evitar ellos mismos ponerse en tales tesituras al precio que sea. Por ello hay que insistir hasta la saciedad en un axioma de identidad, recalcándolo y machacándolo hasta lograr que en la mente de los educandos se produzca una identificación sin riesgo de fisura alguna entre sus dos términos: poner a prueba lo que sabemos = caca de la vaca. Eso sí, todo ello aderezado con una generosa ración de floridos y convincentes subterfugios para que quede claro que, si esquivan y obligan a sus alumnos a esquivar cualquier verificación de la validez de «lo que saben», no lo hacen por miedo a que se descubra el pastel, ¡qué va!, sino porque hay que ser «amante de la paz», porque es preciso estar «en armonía con el Universo», porque es una bajeza «manchar tus manos con la sangre de pobres infelices que no conocen tus mortíferas capacidades», o porque hay siempre que mostrar un «espíritu superior ante cualquiera que venga con la pretensión de perturbar nuestro estado de plácida ataraxia y empatía con nuestros semejantes». Si en alguna rara ocasión un discípulo no alcanza a evitar el enfrentamiento y, como no puede ser de otra manera, sale escaldado del mismo con unos cuantos cardenales (cabe esperar, con suerte, que no más), la culpa habrá sido del susodicho alumno, que en su infinita torpeza no ha sabido utilizar de manera eficiente las «infalibles herramientas» de las que disponía para escapar con bien del atolladero. Y, si es uno de estos instructores quien no atina con la maña para dar esquinazo al varapalo, habrá sido, faltaría más, porque un cúmulo de circunstancias nefarias, por mor de la ley de Murphy y de los inicuos hados, se han confabulado contra él: ha resbalado, le han cogido por sorpresa y no se encontraba preparado, ese día estaba aquejado de una descomunal migraña, su rival era un sujeto vil, marrullero y sin honor que ha utilizado «trucos sucios» (¡como si tal cosa existiese cuando hablamos de arrebatar o preservar una vida!)… O sencillamente que, atendiendo a la prédica de su doctrina de concordia fraternal con todo y todos, ha preferido dejarse pegar antes que demostrar su «preclara superioridad» al pardillo que se le puso enfrente y no sabía, ¡pobre!, a quién se estaba enfrentando. Lo peor del caso, desde mi punto de vista, es que algunos de estos «Maestros» (así, con mayúscula), como en un alarde de «modestia» sin parangón no dudan en autocalificarse, se llegan incluso a creer sus propios embustes. Qué pena…

Reza un viejo proverbio que, si no puedes soportar el calor, mejor aléjate de la cocina. A la hora de probar la validez de lo que propugnan, a las Artes Marciales Filipinas no solo no les ha importado nunca entrar hasta el recoveco más candente del fogón, sino que incluso jamás les han dolido prendas en sumergir directamente las manos en las brasas si era menester. Cuando tu vida puede llegar a depender de lo que practicas, más vale que estés muy seguro de que tales habilidades funcionan sin el menor atisbo de duda. En una primera fase de aprendizaje, para fijar bien y sin defectos la técnica de la que se trate, no hay más solución que el que tus compañeros colaboren y se «dejen hacer». No obstante, si nos quedamos siempre ahí, no lograremos en la vida convertir esa técnica en «funcional»: únicamente será aplicable en esas condiciones, con quienes nos permitan aplicársela sin ponernos traba alguna. Y supongo que todos coincidiremos en que tal situación no se va a dar jamás en una pendencia «real». Es por ello que poco a poco se va haciendo que el compañero colabore menos, hasta llegar al punto en que no colabora en absoluto y trata de evitar que le apliquemos lo que pretendemos emplear. El siguiente paso es, lógicamente, pasar al combate, auténtica «piedra de toque» de todo lo que aprendemos y campo de experimentación quintaesencial para poder poner a prueba nuestras aptitudes sin que un fallo nos cueste muy caro.

Antiguamente, los combates de desafío se podían saldar incluso con la vida de uno de los contendientes. Hoy día, al menos en las sociedades occidentales más avanzadas, ni las leyes ni las circunstancias permiten llegar a esos extremos. No obstante, no por ello debemos arrinconar el combate como algo obsoleto, trasnochado y caduco. Antes bien, con las debidas modificaciones, sigue siendo una herramienta de extraordinaria utilidad para «afilar» nuestros «instrumentos». Esas modificaciones, merced a las modernas tecnologías, permiten que cada cual, a su gusto, regule el «nivel de castigo» al que quiere llegar en su práctica: disponemos de palos acolchados, protecciones de los tipos más variopintos, palos de distinto peso y consistencia, cuchillos de sparring… Es decir, que podemos incluso practicar combate sin que al día siguiente tengamos ni tan siquiera uno de esos «antiestéticos cardenales» que algunos aducen que, a causa de sus trabajos, no se pueden permitir mostrar. Con practicar a intensidad moderada, con palos o cuchillos acolchados, y ataviados con una careta de esgrima y unas guantillas gruesas (amén de la imprescindible coquilla en los varones), asunto solucionado. ¿Que preferimos algo más contundente? Bien, para eso están los cascos y trajes WEKAF… si bien, a título personal, no me gustan demasiado: al ir tan protegidos, los combates se tornan un intercambio de palos al buen tuntún en el que la técnica brilla por su ausencia, dejándose los luchadores golpear de una manera que, si no llevasen tal «armadura», ni locos permitirían.

Finalmente, si algo demostraron los Dog Brothers es que incluso se puede llegar al combate de contacto total, con mínimas protecciones, sin que nadie muera por practicar de esta forma. En España tenemos un ejemplo cercano con las reuniones que organiza, siguiendo la misma filosofía, la Sociedad de los Guerreros. ¿Hematomas? Por supuesto, muchos y variados. ¿Sangre? En ocasiones es inevitable que haga su aparición. Pero no suele pasar de ahí. Y, francamente, desde mi punto de vista, si pretendes practicar un «arte marcial» tal y como yo lo entiendo (ver artículo al respecto) sin siquiera hacerte nunca un arañazo ni sentir lo que es el dolor… me parece que has errado en tu elección al escoger las AMF. Mejor busca otra cosa de las que mencionaba antes, sistemas cuya meta sea «superarse a uno mismo» o «ser mejor persona», por ejemplo. Como otras veces he dicho, objetivos muy loables… pero que poca relación guardan con una práctica marcial seria. Eso sí, lo único que pediría a los instructores de estos sistemas es que, al menos, sean decentes y no engañen a quien se acerque a preguntar diciendo que no se preocupe, que le van a convertir en un «supermegaguerrero de la muet-te» sin que nadie roce siquiera un pelo de su cabeza. Que se muestren sinceros y manifiesten que lo que practican, si bien basado en los métodos marciales que en su día se empleaban para sobrevivir, no tiene ya ese carácter y busca objetivos muy diferentes. Si es así, si juegan con decencia y las cartas boca arriba, por mi parte nihil obstat. Ahora bien, creo asimismo, no lo voy a negar, que si un sistema de AMF no tiene ya como objetivo principal la supervivencia pura y dura, ha perdido todo su espíritu. Y me dolería ver que los sistemas autóctonos de ese archipiélago emprenden el camino que han recorrido ya otros estilos. El combate ha sido siempre un elemento definitorio de las AMF, un componente esencial de su armazón estructural sin el que me resulta harto difícil concebirlas. No creo que se deba perder. Dejemos, pues, que sean otros los que recorran esa senda. Como practicante de Eskrima creo que la nuestra es otra muy diferente, y que el combate forma, debe formar, parte inextricable de la misma. Que es la auténtica «prueba del algodón» que caracteriza a nuestras disciplinas, su esencia más genuina. Y que ningún sistema debería poder proclamar la utilidad práctica de lo que enseña sin haberlo puesto a prueba, como sí hacen la mayoría de los estilos filipinos.

Al césar…

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Una respuesta a Esencia

  1. Jorge talaya dijo:

    Mas razon q un santo llevas.
    El combate es el fin de la eskrima.
    Otros pueden estar toda la vida haciendo tecnicas y tecnicas preciosas, pero han de saber que: sin combate no hay eskrima!!

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